“No importa cuánto bajes, cuánto escarbes, siempre hay alguien debajo”: Agus Morales

Foto: Anna Surinyach (No somos refugiados).

No somos refugiados, del periodista español Agus Morales, es el libro recomendado del Festival Gabo en su quinta edición. Su autor conversará, el 29 de septiembre en el Parque Explora, con la chilena Mónica González y el argentino Martín Caparrós, miembros del Consejo Rector de la FNPI. Inscríbete al Festival Gabo.

Morales, quien se ha dedicado  durante la última década a investigar y escribir sobre migrantes y víctimas de guerras, escribe en este libro las historias de aquellas personas obligadas a huir por los conflictos en Siria, Afganistán, Pakistán, República Centroafricana y Sudán del Sur. También las de los centroamericanos que atraviesan México en busca del sueño americano. Entrevistamos al autor de No somos refugiados y director de la Revista 5W, para conocer cómo nació y se cocinó este libro de 360 páginas. Lee las razones del Consejo Rector para escoger este libro.

¿En qué momento las historias que cubría como reportero comenzaron a convertirse en pequeñas obsesiones que lo llevaron a mirarlas como la materia prima de un proyecto de largo aliento como es este libro?

Fue en verano de 2013, en la frontera entre Sudán y Sudán del Sur. Lo recuerdo perfectamente, como si fuera una epifanía. Volvía de campos con centenares de personas a las que ni siquiera el Gobierno sabía poner nombre, porque habían huido de Sudán, del norte árabe, pero eran negros, como la sociedad que ahora tenía que darles acogida en Sudán del Sur. Eran contradicciones que había visto en otros lugares, pero que eran difíciles de explicar. Ni siquiera había tiendas con lonas de plástico en el campamento: las viviendas eran frágiles castillos de ramas. Pensé que el tema de nuestro tiempo, que uno de los temas de nuestro tiempo, era el de esas personas que huyen de la violencia en todo el mundo: los refugiados, que en realidad no son refugiados, porque muchas veces no son acogidos. Me di cuenta de que tenía material, de que mi carrera profesional me había conducido hacia ese tema. Me di cuenta de que necesitaba muchas más historias. Y decidí ponerme manos a la obra. Eso fue mucho antes de que la mal llamada crisis de los refugiados fuera mediática.

Con este libro busca retratar a los refugiados que huyen de la guerra, de la persecución política y de la tortura, pero sin quedarse en el instante traumático de la guerra o en la alegría de la acogida. ¿Desde qué enfoque cuenta la historia de estos refugiados?

Quise huir de mis propios errores. Un libro te da esa oportunidad. Los medios (y yo también me incluyo, entono el mea culpa) tienden a sustituir la persona por la herida. Una víctima de la guerra, alguien que busca asilo, es mucho más que el día en que perdió a un familiar o el día en que sufrió un balazo. Quise escribir la vida cotidiana de esas personas, y eso incluía el aburrimiento.

La vida de un refugiado puede ser soporífera y desesperante. Meses esperando en un campo. Años esperando la resolución de una solicitud de asilo. Incertidumbre. No tenemos una visión más realista de algunos fenómenos globales porque a veces parece que ese tipo de pequeños detalles no nos interesan. Y son los que dibujan una vida, un contexto, una situación, un horizonte. Este libro no es sobre los refugiados, es sobre la experiencia refugiada.

¿Cómo logró ganarse la confianza de los refugiados? ¿Cómo fue ese proceso de romper el hielo, teniendo en cuenta que por las duras experiencias que han vivido muchos de ellos suelen ser muy prevenidos?

Recuerdo que una vez, en Siria, una mujer ingresada en un hospital descubrió sus maltrechos pies al verme pasar. Casi en forma de reclamo. Estaban llenos de quemaduras. Me dijo que el régimen había atacado su casa con misiles. Le pregunté si podía grabar una entrevista en vídeo, y dudó. ¿Arriesgarse a ser identificada o denunciar lo ocurrido? Al final dijo que no, pero la impotencia se leía en su mirada.

Muchas de las personas con las que me he encontrado se parecen a ella: quieren contar, quieren denunciar, quieren explicar. No deja de sorprenderme. Yo no lo haría. Si huyera de Estado Islámico o de los talibanes, pensaría que una entrevista con un periodista solo me puede traer problemas. La generosidad de muchas de esas personas no tiene límites. La confianza se gana con el tiempo, no creo que sea ningún secreto. Se genera un vínculo que es difícil que se rompa. No voy a ser hipócrita: siempre hay una asimetría en esa relación, porque en muchas ocasiones el refugiado está en una situación vulnerable, pero poco a poco se va construyendo una relación humana que es de ida y vuelta, y que tiene grandes momentos, pero también puede tener desencuentros o malentendidos. Porque tanto ellos como yo somos personas.

¿Cómo fue el proceso de escritura del libro? ¿Cuánto tiempo le tomó?

Las primeras voces que aparecen en el libro, que son de Afganistán y Pakistán, datan de 2010. Entonces no sabía que iban a formar parte de algo más grande. Poco a poco fui acumulando diarios de todos los viajes que hacía, con un esquema cada vez más claro de lo que quería a partir de 2013. Analicé qué cosas me faltaban para dar una visión global y no eurocéntrica del fenómeno. Acabé de construir el puzzle y me puse a escribir todo. Esta última fase duró un año más o menos. Pero el proceso de escritura, tal y como yo lo entiendo, duró mucho más. Quizá arrancó antes de que lo supiera: con el comienzo de mi carrera profesional.

¿Cómo seleccionó las historias de los refugiados que aparecen en él?

Antes hablaba de la importancia del tiempo. En el libro hay todo tipo de historias, pero privilegié aquellas con más recorrido, aquellas que he podido seguir, porque he mantenido el contacto. Intenté en todo caso no forzarlas: hay veces que el texto rechaza una historia determinada, y es absurdo intentar encajarla. Algunas historias que considero de gran valor no han entrado en el libro. Hay que ser implacable con eso, aunque a veces haya una implicación sentimental. Decir que no es importante. Seleccionar. Editar. Yo establezco una relación con el libro: le pido cosas, y él también me las pide. Nos intentamos respetar. Y a veces llegan sorpresas.

Me obsesioné, por ejemplo, con que la historia de Ulet, un somalí de 16 años que murió en alta mar, cuando ya había sido rescatado, apareciera en la crónica que escribo sobre el Mediterráneo. Lo tenía todo grabado en la mente, como si fuera una película, y quería escribirlo, estaba obsesionado. Pero me di cuenta de que el libro no quería esa historia ahí, conviviendo con la de otros personajes en otro plano temporal. Acepté su voluntad. Y luego el libro me dijo que esa tenía que ser su primera historia. La que abriera todo. Y tenía razón. Era una historia que hablaba de la desigualdad, el tema fundamental del texto, y del escenario azaroso en el que se mueven los que nunca llegaron a ser refugiados. Durante la escritura vas negociando ese tipo de cosas con el libro que estás escribiendo.

¿Qué aprendizajes personales y profesionales le dejó la corresponsalía en la India y Pakistán y sus viajes a África?

Buf, la mitad de mi vida está allí. Desde allí lo soñé todo. Sería imposible ser exhaustivo. Cada sitio me dejó sus aprendizajes y preguntas, quizá la India más que ningún otro país. Pero si tengo que decir la primera cosa que me viene a la cabeza y que agrupa todos esos lugares, diría algo que entra tanto en la esfera profesional como emocional, y que es una conclusión política: siempre hay alguien debajo. Siempre.

Si en la India me fijaba en una casta discriminada que luchaba por sus derechos, luego descubría que había otras que ni siquiera eran conscientes de que uniéndose podían cambiar su situación. Si en República Centroafricana había desplazados en un campamento que no tenían casi recursos, a unos metros había otro campo en el que refugiados que habían vuelto a su país no tenían ni derecho a distribuciones de alimentos. Si en la ruta de los refugiados que pasaba por Grecia y los Balcanes había sirios que huían desesperados, luego te encontrabas a iraquíes o afganos que se hacían pasar por sirios, porque pensaban que así tendrían más facilidades para entrar en Europa. No importa cuánto bajes, cuánto escarbes: siempre hay alguien debajo. Hay jerarquías en todos los estratos.

Durante los más de cinco años que trabajó para EFE,  ¿cuáles eran las historias de refugiados más recurrentes?

Durante más de tres décadas consecutivas, Afganistán fue el país del que más refugiados habían salido, hasta que hace unos cuatro años pasó a ser Siria. La nueva casa de estos afganos fue Irán y, sobre todo, Pakistán. Con EFE estuve en Pakistán y también hice alguna cobertura en Afganistán. En aquellos años aún se cubría algo la región, aunque siempre era para hablar de Al Qaeda, los talibanes y el yihadismo. Lo que había detrás no importaba demasiado. Las historias de aquellas personas eran la de uno de los éxodos más importantes de las últimas décadas, por no decir el más importante, y pasaron desapercibidas.

De los sirios y su huida sabemos mucho más. El éxodo afgano es una de las grandes noticias no contadas del siglo XXI, y de parte del XX. El desconocimiento que tenemos sobre ese capítulo de la historia es descomunal. En 2011, con la muerte de Bin Laden en Pakistán, se cerró un capítulo histórico en la región y los medios dejaron de informar, aunque en Afganistán hoy hay más muertos civiles que hace unos años. Ya no nos llega nada. Ahora miles de afganos están volviendo a su país, muchas veces obligados por Pakistán o deportados desde países europeos. Es una de las historias que me gustaría contar en los próximos años. La siento como una obligación.

¿Qué le aconseja a los periodistas que quieran escribir sobre refugiados?

Aconsejar es un verbo que no me gusta demasiado, y que me empujaría en este caso a caer en clichés, a cosas que los periodistas ya saben y que algunos de ellos deciden simplemente ignorar: respeto, sentido crítico, instinto narrativo. Pero sí hay una cosa que echo de menos en el periodismo actual. La poesía. Leo crónicas que empiezan in media res, crónicas que usan el estilo indirecto libre, crónicas con tramas y subtramas. Se ha hecho de todo en ese ámbito. Donde veo menos esfuerzo es en forjar las palabras.

Emerson decía que el lenguaje es poesía fosilizada. Alguien decidió que esto era una piedra, e hizo la primera metáfora. Eso lo hemos olvidado. Cada palabra es una metáfora. Y cada una está dentro de una cadena más grande: hay que darles un ritmo. No es solo un asunto formal. La poesía es más que nunca una urgencia periodística. Además, la poesía tiene una ventaja para los periodistas: tiende a la verdad. Los fragmentos del libro en los que más me pareció que me acercaba a lo que realmente había visto en Siria, Pakistán o Sudán del Sur eran los que se movían al ritmo de la huida de los refugiados, los que soñaban al ritmo de los refugiados, los que pronunciaban palabras que, por algún motivo que aún no puedo explicar, evocaban la sensibilidad de ese momento, perdido para siempre.