Las formas del fuego, por Juan Villoro

Discurso de aceptación del Reconocimiento a la Excelencia del Premio Gabo 2022, leído en el Gimnasio Moderno de Bogotá, el 21 de octubre de 2022, durante el acto de entrega del décimo Premio Gabo en el marco del Festival Gabo 2022.

Comienzo con la noticia de un incendio. A los 14 años tomaba clases de guitarra en el Edificio Aristos de la Ciudad de México. Bajé del camión con mi incómodo estuche y encontré que mi destino de viaje estaba en llamas. Durante horas, presencié el heroísmo de los bomberos y los voluntarios, el pánico de quienes habían buscado refugio en la azotea, las ventas rotas de las que salían lenguas de fuego, la gente arrodillada en la banqueta, rezando por personas que no conocían. 

Esa noche debía escribir mi columna para el periódico escolar La Tropa Loca, que un par de amigos y yo imprimíamos en mimeógrafo y vendíamos a 35 centavos. Mi interés en el periodismo era muy relativo. Me gustaba escribir la “Sección de chismes” porque me daba un curioso poder en el salón. Los romances de turno y los prestigios locales dependían de mi pluma. Sí, me inicié en el escalón más bajo del oficio, el del “periodismo rosa”. 

Todo cambió con el incendio del Edificio Aristos. Al volver a casa no escribí de cortejos ni noviazgos, sino de lo que la gente hace ante las llamas. Muchos años después sabría que otros cronistas habían pasado por un rito de paso similar. Pertenezco, pues, a la legión de los que se encandilan con el fuego y buscan explicaciones en las cenizas. 

Mi vocación se fraguó de esa manera, hace más de cincuenta años. 

En aquel tiempo, el caricaturista Abel Quezada representaba a los periodistas como seres famélicos que escribían a cambio de una torta de jamón. Un oficio de embrujo era ejercido por héroes, mártires y esclavos de la letra que sólo podían enriquecerse por medio de la corrupción. Entre ellos se encontraba un colombiano que no pudo ser olvidado. El poeta antioqueño Miguel Ángel Osorio Benítez, mejor conocido como Porfirio Barba Jacob, llegó a México con la mirada dramática que comparten los que huyen y los que persiguen, y sobrevivió despachando cables en los diarios de la capital y de Monterrey.

José Alvarado, periodista de alta escuela, lo retrató así: “La mejor imagen de Porfirio Barba Jacob es nocturna y acaso él soñó una posteridad con la tiniebla asociada a su larga figura. Vagaba por las noches enlutado y solo. El paso lento y un brillo rencoroso en los ojos […] Vivía en cuartos miserables. Estuvo durante varios meses en un hotel de prostitutas y viciosos por la calle del Pensador Mexicano; fue a caer después en otro semejante por las calles de Aranda, cerca de lupanares y pescaderías”. 

Como otros poetas románticos, Barba Jacob estaba tocado por “el negro sol de la melancolía”, pero la precariedad de su existencia no se debía a una elección bohemia, sino al modo que escogió para subsistir. El periodismo pagaba justo lo suficiente para hacer lo mismo el próximo día. 

Hoy, a las carencias del oficio se suman sus peligros. El país que recibió a Barba Jacob mata a quienes buscan la verdad. En lo que va de este año, 15 periodistas han sido asesinados. Con imperdonable soberbia, decimos que México se está “colombianizando”. Es cierto que nuestros países comparten el quebranto de la violencia, que tantas veces nos “despalabra”, como dice la admirable periodista mexicana Marcela Turati. En demasiadas ocasiones, el saldo del espanto ha sido el silencio. Baste recordar los estremecidos versos de María Mercedes Carranza: “Me he cansado/ de mis palabras, / se las presto”. Pero es mucho lo que Colombia ha hecho para recuperar su tejido social después de tanta sangre derramada, y el periodismo ha sido parte fundamental de esta tarea. Por ello, en julio de 2008, escribí en el periódico Reforma: “La frase ‘nos estamos colombianizando’ ha cambiado de signo: hoy es motivo de esperanza”. Los mexicanos debemos abandonar una comparación que tranquiliza en forma equívoca. No hay países peores que el nuestro. El dolor sólo tiene una patria: la tuya. 

En los años cincuenta del siglo pasado, García Márquez señaló que el problema de la novela de la violencia estaba en ocuparse más de los cadáveres que del miedo de los vivos, y a finales del siglo XX numerosos periodistas colombianos insistieron en que lo más importante de las notas de sangre no son los perpetradores, sino las víctimas. Tuvieron que pasar al menos diez años para que en México se pensara del mismo modo. Costó trabajo entender que la noticia no es la sangre, sino la vida que se pierde con la sangre. Lentamente, surgió en México un periodismo de las víctimas que puso en valor algo intangible y sin embargo decisivo: la ausencia. Esta tarea fue fundamentalmente emprendida por mujeres. Las madres de los desparecidos se convirtieron en buscadoras que hacen la labor que debería hacer el ministerio público y destacadas periodistas emprendieron la insólita misión de escuchar a los demás.

En la ronda que distribuye socialmente las palabras, las mujeres han oído más de lo que han hablado. Relegadas por la dominación masculina a la periferia de los sucesos, han ejercido la lucidez que sólo proviene de una mirada desplazada, excéntrica. En los testimonios recogidos en 1931 en su libro Cartucho, Nellie Campobello asume un punto de vista tres relegado: el de la infancia, el de la mujer y el de la causa villista, que fue la parte vencida de la Revolución mexicana. Inhabilitada para participar, Campobello ejerce la resistencia de quien sabe oír. Ese acto fundacional ha tenido notables seguidoras. En La noche de Tlatelolco, Elena Poniatowska creó un vasto tejido de voces ajenas, el coro múltiple que hace que la matanza del 2 de octubre de 1968 no se olvide. A esa escuela también pertenecen Carmen Aristegui, Marcela Turati, Daniela Rea, Laura Castellanos y otras periodistas de la escucha. 

“No he querido saber, pero he sabido”, escribe Javier Marías. Oír compromete. Hoy en día escuchar al otro es un atrevimiento sometido a atentados y amenazas. Por ello, he decidido destinar el dinero asociado a este premio al laboratorio Quinto Elemento, que apoya a periodistas en zonas silenciadas y de alta peligrosidad.

De las periodistas que enseñan a escuchar, paso a un maestro que enseña a ver lo visible y lo invisible. Siendo muy joven, Gabriel García Márquez fue capaz de reportear “el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas”. En tiempos de toque de queda, lamentó que ya no hubiera serenatas y se perdiera el placer de deambular al cobijo de la madrugada. Sin hablar de política denunció lo que se pierde con la política. García Márquez recordó la época, ya ilusoria, en que la “madrugada era verdad”, cuando la gente aún salía a cantar por amor. Eso era lo que gobierno había arrebatado, la libertad de deambular a deshoras para oír el mensaje del azúcar que sólo oyen los enamorados. A partir de un indicio incomprobable (la forma en que se endulzan las naranjas), el periodista logró una excepcional metáfora política.

García Márquez se apoyó en lo invisible como un sastre que oculta un hilo para sostener su tejido, pero también prestó atención a las minucias que sólo para algunos son visibles. Pongo un ejemplo de esta segunda manera de ejercer su oficio.

Hace años coincidí en una reunión en la que Carlos Fuentes habló de la cena que compartió con Bill Clinton. Le preguntamos qué había sido lo más notable de ese encuentro. Para Fuentes, el mejor momento ocurrió cuando el presidente de Estados Unidos recitó sin vacilación alguna una página de El sonido y la furia. No cualquiera retiene el ciclón narrativo de Faulkner. La escena describía al protagonista, pero también al testigo. Fuentes era un hombre de amplísima cultura, notable oratoria y contundente carisma intelectual. De manera lógica, admiró el alarde retórico de Clinton.

Pero en aquella cena también estuvo presente García Márquez. ¿Qué le había impresionado a él? Quiso la suerte que mi maestro Sergio Ramírez se hiciera la misma pregunta. Hace unos años nos encontramos en Medellín, hablamos del asunto y me reveló que había interrogado a Gabo al respecto. Una y otra vez, Gabo fue el mejor enviado especial. En su encuentro con el hombre más poderoso de la Tierra no podía fallar. ¿Se deslumbró con la inteligencia, la astucia y la palabrería de Clinton? Nada de eso. Según refiere Sergio Ramírez, Gabo se sorprendió de que el mandatario hablara en forma ininterrumpida sin probar bocado. ¿No tenía hambre o se alimentaba de discursos? Terminada la cena, Clinton se alejó unos minutos antes de la despedida. García Márquez no perdió oportunidad de seguirlo. Por la puerta entreabierta de la cocina vio al dignatario devorar un trozo de pan. Así atrapó una imagen de perfecta elocuencia: la cena del presidente fue un mendrugo; mientras más grande es el poder, más infame es su salario.

Una lección de García Márquez, el periodista que no puede ser rectificado.

Sergio Ramírez sostiene que habitamos una “nueva era de sueños antiguos y espantos renovados”. Vivimos para contarla y nadie nos adiestra mejor que Gabriel García Márquez.

Estar asociado a su nombre es un compromiso que él llamaría “del carajo”. He escrito y dado cursos sobre su obra y he tenido la suerte de colaborar con la Fundación Gabo, dirigida por el sorprendente Jaime Abello, cuyas iniciativas son irresistibles, y también colaboro en México con la Casa Estudio Cien Años de Soledad, creada por el impulso visionario de Miguel Limón Rojas, pero recibir un premio con su nombre es otra cosa.

  El periodista que cree que merece galardones no es buen periodista. La realidad siempre importa más que nosotros. Conviene recordarlo en tiempos del periodismo selfie, en el que sobran los cronistas que se reportean a sí mismos. 

Estoy aquí por la generosidad de un jurado al que prefiero ver como una mesa de redacción. Cuando un jefe de redacción te favorece, no piensa en lo que has hecho sino en lo que debes hacer antes de la hora de cierre. Recibo, pues, una orden de trabajo para cumplir con lo que, exageradamente, se espera de mí. 

A más de medio siglo del incendio del Edificio Aristos, vuelvo a encontrarme en un sitio inesperado. El adolescente que descubrió que su destino estaba en llamas ha llegado aquí por un venturoso azar. Si algo he aprendido desde entonces es que el periodista nunca es la noticia. La insondable verdad se encuentra fuera de nosotros: en el fuego que todo lo consume o en el azúcar que sigilosamente sube a las naranjas.

Muchas gracias.