Por: Ivonne Arroyo M.
Esta relatoría comienza con un hallazgo. A Juan Martínez d’Aubuisson le tomó años de reportería, estudio y trabajo etnográfico hasta que, por fin, lo entendió: entre las maras salvadoreñas no existe en realidad ningún conflicto, explica. Mejor dicho: no hay una diferencia profunda que las enfrente ni que las convierta en verdaderas enemigas.
“¿Entonces por qué se pelean?”, le pregunta uno de los asistentes al taller ‘Crónica y etnografía: narrar con el cuerpo, escuchar con el método’, que se llevó a cabo el 25 de julio en la Biblioteca Gabriel García Márquez de Bogotá. La respuesta corta de Martínez: es el juego serio de la violencia. La respuesta más completa y extensa está en las investigaciones que ha publicado a lo largo de su carrera como cronista y antropólogo sociocultural. En libros como Ver, oír y callar. Un año con la Mara Salvatrucha 13, El que tenga miedo a morir que no nazca y Crónicas Negras.
Durante el taller del 13° Festival Gabo, Martínez compartió la carpintería de su campo metodológico: una combinación de convivencia prolongada, diarios de campo y entrevistas de largo aliento a miembros de las pandillas más violentas de países como El Salvador, Honduras y Guatemala. “Mientras más tiempo pasaba con ellos, más me daba cuenta de algo que me explotó la cabeza: las maras no tenían un conflicto; peleaban, y era muy fácil confundirse por la intensidad de la violencia que ejercían entre sí, pero no había una diferencia profunda en nada”, explica.
A diferencia de los grupos guerrilleros al margen de la ley en Colombia, que se disputan el control territorial y las economías ilegales —“una diferencia irreconciliable que no arreglan a través de la política, sino del plomo”—, las maras “no tienen un desacuerdo profundo ni sustancial”. Son estructuras compuestas por personas con trayectorias y perfiles socioeconómicos similares: familias desestructuradas, muchos de ellos abandonados desde la infancia, pobres e inmersos en un contexto violento.
“Pero cuando les preguntás —y créanme que lo he hecho más o menos 200 veces—: ‘¿Cuál es el conflicto que tienes tú, como pandillero de la MS13, con el Barrio 18? ¿Por qué pelean?’, ninguno ha logrado explicarlo. Justamente porque no tienen un conflicto, sino una cadena de venganzas”, cuenta Martínez. Si a un joven le asesinan a su hermano, él irá a asesinar al hermano del asesino. Una constante de “tú me haces daño, yo te hago daño” sin fin.
El hallazgo que comparte Martínez nos ayuda a comprender mejor las dinámicas de violencia entre las pandillas salvadoreñas. Esa perspectiva resultó reveladora para los asistentes del taller, no solo porque amplía el panorama sobre las maras, sino porque muestra cómo la etnografía le permite al periodismo aportar nuevas comprensiones sobre fenómenos sociales. En un momento en que los estudios académicos y los medios de comunicación repetían la misma información sobre las pandillas, Martínez lograba decir algo nuevo gracias a un método distinto.
“Las metodologías de la academia, la psicología, el periodismo y el trabajo social no eran suficientes para explicar cómo las pandillas estaban desbordando a El Salvador. El método de esas publicaciones era la encuesta hecha por veteranos. Casi que les preguntaban: ‘¿Por qué eres pandillero? Marca una de estas cuatro opciones. ¿Qué esperas de la pandilla? ¿Cómo está conformada tu familia?’. Era como esa broma poco divertida que hacen los antropólogos: llega un antropólogo a una comunidad y le dice a la gente: ‘Explícame tu realidad sociocultural’”, dice.
En cambio, Martínez ha experimentado con una mezcla entre etnografía y periodismo, que le permite comprender a fondo y contar más y mejor la violencia social en El Salvador y en todo el Triángulo Norte de Centroamérica. Esa es una de las bondades del trabajo etnográfico: tiene el poder de transformar la forma de acercarse a los temas. Es una apuesta de largo aliento, un cuerpo metodológico que combina convivencia prolongada y observación participante para generar conocimiento antropológico.
Sin embargo, lo que realmente marca la diferencia es que los hallazgos del trabajo de campo no se presentan a modo de paper académico, sino como crónica, con calidad narrativa y originalidad. “El método para obtener la información es académico y el método para socializar el resultado es a través del periodismo narrativo. Entonces, es este híbrido el que a mí me interesa comenzar a desarrollar, aunque obviamente no es un cuerpo metodológico desarrollado hasta ahora”, aclara Martínez.
Un ejemplo de crónica etnográfica es Buscando a Mikelson: un apartheid en el Caribe, crónica ganadora del Premio Gabo 2025 en la categoría Texto. En esta serie, publicada en Redacción Regional y Dromómanos, el cronista salvadoreño investiga los entresijos del sistema de apartheid que sufren los migrantes haitianos y sus descendientes en República Dominicana. Todo comienza con un video anónimo en el que se ve a dos policías dominicanos arrojando desde un tejado a un hombre negro. Martínez emprende la búsqueda de ese hombre y, en el camino, se encuentra con un sistema de violencia escalofriante e impune: hombres baleados con escopeta o arrastrados por la carretera, mujeres abusadas, bebés separados de sus padres y víctimas a quienes se les niega atención médica.
Pero primero, los lentes de la etnografía
El primer paso antes de entrar al mundo de la etnografía es asegurarse de que el tema “sea susceptible de ser investigado a través de la crónica etnográfica”. Parece evidente, pero no lo es. “No podemos hacer una crónica etnográfica sobre la corrupción, porque implica convivencia con una población, y un trabajo periodístico sobre casos de corrupción o un reportaje sobre los dineros de un puente que fueron desviados no aplica para esto”, explica.
Luego de cerciorarnos de que la historia tiene cabida en la crónica etnográfica, Martínez nos invita a escoger los lentes a través de los cuales ver la realidad. Esos lentes no son otra cosa que el planteamiento de un marco teórico o conceptual. “En el periodismo muy rara vez las crónicas se trabajan desde un marco conceptual, e incluso en la academia hay una confusión importante”, lamenta Martínez, quien ha sido profesor universitario. Justo desde ese lugar académico, ha visto “con mucha tristeza” que se considere el marco teórico “como una especie de paso burocrático para luego meterse a investigar de verdad”.
A veces se cree que elaborar un marco conceptual es simplemente “leer algunos autores, hacer un poco de discusión o resumir las posturas de los autores más o menos referentes al tema que vamos a estudiar, y luego ya nos metemos a trabajar”. Pero es más que eso. Para huir de esa idea, Martínez propone asumir el planteamiento del marco teórico como “un compendio de ideas profundas trabajadas por otros, que nos permiten generar categorías de análisis para poder estudiar”. O, retomando la fórmula poética usada antes, como “los lentes con los que vemos la realidad”.
“Si usted escoge los lentes, por decirle algo, del materialismo dialéctico, va a encontrar un montón de contradicciones de clase y de luchas de clases, y con esos lentes va a interpretar y a explicarnos lo que sea que quiera explicar. Si sus lentes son los de una de las diversas corrientes de género, lo que usted va a encontrar es un montón de desigualdades de género, de injusticias de género. Ese es el marco teórico”, explica.
Para el cronista y antropólogo salvadoreño, escoger esos lentes es el paso más importante de cualquier trabajo académico y de cualquier crónica etnográfica. Es preguntarse: ¿qué ideas elaboradas por otros vamos a llevar al terreno? “Lo que nos diferencia de otras herramientas y de otros caminos periodísticos es justamente la existencia de un marco teórico”, dice.
Luego, el verdadero reto es definir cómo ese marco teórico se expresa en la crónica. “Eso sí puede ser una de las cosas más difíciles”, advierte Martínez. “Pero la idea es que esté presente no solo al principio como un paso burocrático, sino que atraviese todo el documento”. En sus textos sobre las maras salvadoreñas, el marco conceptual es lo que sostiene la idea de que entre las pandillas no hay un conflicto profundo. Es la base de sus postulados. Todo gira alrededor de un concepto: el juego serio de la violencia.
“El antropólogo Clifford Geertz retoma un concepto que llama juego profundo, en el que explica que normalmente todas las estructuras sociales parten del juego. Eso es justo lo que tienen las pandillas: una especie de juego serio en donde se espera que el contrario te ataque y te agreda para entonces poder agredirlo”, explica Martínez.
En palabras de otro autor, Wim Savenije, el día que una pandilla realmente elimine a la otra atravesará una seria crisis de identidad. Es como el sentido de la pelea en un boxeador. “Un boxeador no es absolutamente nadie si se sube solo a un ring con unos guantes. Necesita al otro boxeador, y se van a hacer mucho daño, pero el boxeador no tiene problema con el otro. No lo conoce ni siquiera, no lo odia, pero lo necesita para boxear”, dice.
Así se ve el juego serio de la violencia que alimenta a las maras. Para Martínez, aunque sea arbitrario decirlo, “justo esto es lo que define a las pandillas en el mundo, y justo esto lo que las diferencia de otros grupos criminales o violentos”. Es la frontera que separa a las pandillas de las bandas dedicadas al secuestro o de los carteles. “Ahí radica el verdadero núcleo de la identidad. No en hacer plata, no en vender droga, no en controlar un territorio, sino en poder jugar a la violencia con un grupo similar”, añade.
Un repaso a la historia
De la mano del marco teórico está el marco histórico. Importa mucho, porque los procesos históricos son los que dan forma a la realidad de hoy. Pero “el presente etnográfico no sale por generación espontánea”. Cualquier fenómeno social, desde una pandilla hasta un mercado, está sostenido en capas de historia.
“Sería muy difícil explicarnos a nosotros mismos sin saber sobre nuestra infancia, de dónde vienen nuestros padres y abuelos. Sería muy difícil que sepamos quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos si no conocemos eso”, dice Martínez. Por eso necesitamos tanto del pasado para comprender el presente.
Así funciona también con la crónica etnográfica. El asunto es que el marco histórico no es solo un conjunto de datos del pasado, sino más bien “un proceso sistemático de comprender, valga la redundancia, procesos históricos que llevaron a la realidad que estamos estudiando ahora”.
No se trata, entonces, de una bolsa de datitos curiosos para adornar la crónica. Tampoco de contar que “aquí comió un dictador” o que “este barrio fue un asentamiento indígena en el siglo XVIII”. Eso puede entretener, pero no explica nada. En cambio, “necesitamos estudiar de manera sistemática los procesos que han construido lo que nosotros estamos estudiando a través de la etnografía”. Esa mirada histórica, lejos de limitarnos, nos da libertad: nos permite ver más allá de la anécdota inmediata y comprender las tensiones profundas que sostienen lo que narramos.
Claro, el reto está en incluir ese marco histórico en una crónica sin romper el pulso narrativo. Martínez insiste en que no es simplemente abrir un apartado de “historia” que el lector pueda saltarse, sino de incorporar esa explicación en la narración misma. La clave es que el contexto histórico aparezca entrelazado con las escenas y los personajes. Narrar e interpretar al mismo tiempo.
Finalmente, la etnografía: convivir un tiempo prolongado con las comunidades, estar presente en los lugares a tal punto que “por ejemplo, las personas y los emisores de violenta te respeten y te hablen”. “Lo más importante al llegar a un lugar es la permanencia”, destaca Martínez. Pero antes, recomienda, “hay que hacer un mapa de actores para saber quiénes son las fuerzas que llevan la palabra y cómo se relacionan entre sí”.
No es cuestión de infiltrarse en las comunidades, advierte Martínez. “Es mucho más práctico si nos presentamos como lo que somos: soy un antropólogo, periodista, estoy haciendo un trabajo sobre esto y eso. En la medida de que engañés menos, la calidad de la información va a ser mejor”.
Sobre Juan Martínez d’Aubuisson
Antropólogo sociocultural salvadoreño, ha dedicado su carrera al estudio de la violencia, las pandillas, las migraciones y las dinámicas sociales en Centroamérica y el Caribe. Es autor de libros como Ver, oír y callar y Para morir nacimos, y coautor de El Niño de Hollywood y Crónicas negras. Su trabajo ha sido reconocido con el Premio Ortega y Gasset 2024, el True Story Award y el Kurt Schork Award al periodista freelance del año. Su enfoque combina la investigación etnográfica con una narrativa potente y comprometida.
Sobre el Festival Gabo
Con el lema ‘Vernos de cerca’, el Festival Gabo 2025 se celebró en múltiples escenarios de Bogotá, entre ellos el Gimnasio Moderno y las sedes de BibloRed. Este año reunió a más de 150 invitados de Iberoamérica y del mundo en más de 100 eventos organizados por la Fundación Gabo.
El Festival Gabo es posible gracias a Bancolombia, CAF – banco de desarrollo de América Latina y la Alcaldía de Bogotá a través de la Secretaría de Cultura y BibloRed.